Y así se vestía Amira con un vestido entallado, con telas bordadas y un moño dorado que resaltaba en el raso blanco que encubría aquel cuerpo que no sólo su príncipe conocía. En ese momento, la princesa vio su reflejo en el espejo, miró fijamente sus ojos verdes destellando en ese vidrio cristalino y pudo entender por qué pasaba lo que pasaba. Recordó la primera vez que sus ojos se encontraron con aquella hebilla que su rubia cabellera relucía a simple vista entre bucles y ondas que traspasaban la cintura. Recordó las manos blancas de aquel caballero, de aquel joven con el que ella asistía a los bailes reales y pasaba horas sentadas en el jardín, compartiendo relatos que parecían de vidas normales. Ese caballero era el que le había abierto las puertas a una nueva manera de ver la vida a Amira, para poder dejar de sufrir por todo aquello que su padre le hacía. Ese príncipe era quien le hacía ver a Amira lo bella que era la vida, las miles de oportunidades que hay en la vida para triunfar, las millones razones que hay para sonreír, todo aquello es lo que Amira recuerda de su príncipe. Y a simple vista parece una historia felices de príncipes, de la realiza y de castillos con jardines inmensos. Bueno, quizás lo era. Quizás lo era en cierta parte, es decir, desde ese momento en que la princesa sentía algo en silencio por su príncipe, su amado como le gustaba a ella llamarlo. Amira nunca cayó en la cuenta de sus sentimientos, de todo aquello que pasaba por su mente o corazón. Ella seguía atenta las instrucciones de su padre el rey, tal como ocurre siempre en la realeza: ella estaba destinada a comprometerse con quien su padre decidiera. Así fue. Titulares de todo el mundo relataban frases que daban a la luz el compromiso de Amira, princesa de Bélgica con Sebastián, príncipe de Ucrania. Amira seguía desconociendo sus sentimientos pasionales por su amigo francés, ese príncipe francés que logró mantenerla cautiva bajo sus brazos cuando el mundo de Amira se caía en un barril sin fondo. El francés, olvidó rápidamente aquellas tardes con su amiga, parecían unas más en el montón de tantas travesías juntos. Se cree que nunca vio a la princesa belga como algo más que una amiga, como una princesa en realidad. Amira conoció lo que era la vida junto a otro hombre, vivir en un palacio, ser la dama de honor en su propia casa y ser la mujer de un hombre que en realidad, ella desconocía.
Una noche, sentada frente a su espejo, con la luz de la luna, las estrellas y todos los astros posibles que se han de encontrar visibles en el cielo y que reflejaban en la habitación de Amira, la callada princesa se miraba al espejo, sostenía un diario entre sus manos y su mirada se podía caracterizar como decepcionada, aniquilada y sin sueño alguno que pudiera revivirla. Recapacitó acerca de todo lo que había sentido tras leer la noticia que culminaría con la sonrisa de su rostro blanco. Sus ojos se tornaron más verdes de lo común, sus pestañas comenzaban a mojarse tras leer el encabezamiento de la noticia. “Príncipe francés se compromete a la princesa Induja de India. Los reyes celebran”. Tras su gran motivación, Amira actuó bajo instinto y abrió un cajón. Abríó un cajón en donde hallaría lo que había sido un regalo del único amigo de su infancia y adolescencia. Colocó sobre su vestido blanco aquel moño que había lucido para la coronación de la Reina Isabel II de España, evento que claramente disfrutó junto a la compañía de su amado. Así fue cuando se dio cuenta de todo lo que su corazón albergaba en aquel momento. Todos los sentimientos ocultos, prohibidos y omitidos que tenía hacia el francés. Caminó hacia su cama, se recostó sobre ella y acarició suavemente su mejilla con el moño dorado, tal como lo hacía su príncipe. Pasaron minutos, quizás horas y Amira quedó dormida. A la mañana siguiente ya nada sería igual, todo habría cambiado.
Una noche, sentada frente a su espejo, con la luz de la luna, las estrellas y todos los astros posibles que se han de encontrar visibles en el cielo y que reflejaban en la habitación de Amira, la callada princesa se miraba al espejo, sostenía un diario entre sus manos y su mirada se podía caracterizar como decepcionada, aniquilada y sin sueño alguno que pudiera revivirla. Recapacitó acerca de todo lo que había sentido tras leer la noticia que culminaría con la sonrisa de su rostro blanco. Sus ojos se tornaron más verdes de lo común, sus pestañas comenzaban a mojarse tras leer el encabezamiento de la noticia. “Príncipe francés se compromete a la princesa Induja de India. Los reyes celebran”. Tras su gran motivación, Amira actuó bajo instinto y abrió un cajón. Abríó un cajón en donde hallaría lo que había sido un regalo del único amigo de su infancia y adolescencia. Colocó sobre su vestido blanco aquel moño que había lucido para la coronación de la Reina Isabel II de España, evento que claramente disfrutó junto a la compañía de su amado. Así fue cuando se dio cuenta de todo lo que su corazón albergaba en aquel momento. Todos los sentimientos ocultos, prohibidos y omitidos que tenía hacia el francés. Caminó hacia su cama, se recostó sobre ella y acarició suavemente su mejilla con el moño dorado, tal como lo hacía su príncipe. Pasaron minutos, quizás horas y Amira quedó dormida. A la mañana siguiente ya nada sería igual, todo habría cambiado.
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